Introducción a “Sandman. El fin de los mundos”, por Stephen King

Introducción a “The Sandman. El fin de los Mundos”, por Stephen King

A estas alturas, ¿puedo decir algo nuevo sobre Sandman, el hermano oscuro de Muerte, o añadir algo a la cartografía de la leyenda? Dúdalo, lector constante. Dúdalo mucho. He llegado a la fiesta de las introducciones bastante tarde, y algunas de las personas que me precedieron tienen unas cabezas bastante privilegiadas.

Neil Gaiman mismo es una cabeza privilegiada, pero aquellos de vosotros que habéis seguido la serie a través de sus extraños —muy extraños, extremadamente extraños, definitivamente extraños— meandros, no necesitáis que os informe de ello. Lo cual es parte del problema. ¿Queréis que os sirva un plato de sobras recalentadas cuando a continuación viene él, por no mencionar a Bryan Talbot, Mark Buckingham, Alec Stevens y todos los demás dibujantes? Cáspita y repámpanos. ¿Estáis de broma?

De lo que sí entiendo es de historias. Soy un fan de las historias. De hecho, no creo ir demasiado lejos si digo que las historias son mi vida; la verdad es que esas preciosas figuritas que bailan entre el humo me han salvado la vida de vez en cuando. Neil Gaiman también entiende de historias. Es, para decirlo en pocas palabras, un viejo almacén repleto de historias, y tenemos suerte de que trabaje para nosotros, en el medio que sea. Su fecundidad, unida a la calidad general de su obra, es a la vez maravillosa y algo intimidadora.

También lo es su arte.

Mirad: En su publicación original, El fin de los mundos fue serializado en seis episodios. Pero esos episodios forman parte de una historia más larga, unificada. Eso los convierte en seis huevos en una sola cesta, ¿verdad? Pero aquí tenemos huevos dentro de huevos, porque El fin de los mundos es una historia al estilo de Chaucer en donde los viajeros —esta vez refugiados en una posada, en lugar de ir de camino hacia Canterbury— se van turnando para pasar una noche tormentosa contando historias. Es un formato clásico, pero en varias de ellas encontramos historias dentro de historias, como huevos dentro de otros huevos. O, dicho de una manera más apropiada, como cajas chinas o muñecas rusas.

El mejor ejemplo de esto lo encontramos en lo que Chaucer podría haber llamado "El cuento del sepulturero". En él, un hombre —bueno, algo parecido a un hombre; su piel es de un incómodo tinte blanco verdoso que recuerda a los necrófagos que yo veía de niño en los cómics de EC— llamado Petrefax cuenta la historia. Es aprendiz de un maestro necropolitano (sí, así se hacen llamar esta gente, y es una palabra que les va como anillo al dedo) en la Ciudad de los Muertos, donde el entierro honorable es la principal —quizás la única— ocupación.

Petrefax es enviado a ayudar en un entierro aéreo (se practican cinco formas de ubicación final en la necrópolis: entierro terrestre, acuático, cremación y momificación son las otras cuatro), después del cual cada miembro del grupo cuenta una historia. Todas son buenas, pero la mejor es probablemente la historia de Dama Veltis y su mano marchita... una historia que cuenta ella, y que se halla dentro de la historia que cuenta un miembro del grupo que ha realizado el entierro aéreo, que se encuentra dentro de la historia contada por Petrefax en la Posada del Fin de los Mundos, que se halla, claro está, dentro de la historia que nos cuenta Neil Gaiman.

Eso resulta algo desafiante. No digo que sea demasiado desafiante como para que mis viejos amigotes no lo hubieran disfrutado, cuando leíamos nuestros cómics en el sofocante almacén que había en la buhardilla encima del garaje de Chrissie Essigian, una tarde lluviosa de verano, pero es desafiante, es narración al nivel practicado por Raymond Carver, Joyce Carol Oates o (y quizás esto se acerque más a dar en la diana) John Fowles.

En las portadas originales de cada número de Sandman aparece la frase "Recomendado para lectores adultos", y yo me atrevo a afirmar que eso no significa que estén llenos de sangre, sexo y palabras malsonantes (aunque sí se encuentra algo de todas esas cosas, gracias a los cielos); significa que si no eres lo bastante mayor como para mascar este material tú solito, puede que lo mejor sea que vuelvas con Spider-Man y la Patrulla-X por un tiempo. De lo contrario, te vas a quedar desconcertado. «Del campo no quiere decir tonto», explica Stu Redman a los agentes del gobierno antes de que se lo lleven a la cámara de congelación en La danza de la muerte; aquí podría corregirse eso y dejarlo en algo como «Dibujos y bocadillos no quiere decir tonto». Y amén a eso, hermano.

Así que estas son historias inteligentes, y astutamente construidas. Por suerte para nosotros, también son buenas historias, pequeñas maravillas de sencillez y sorpresa. Nunca se pierden entre tecnicismos, nunca son lo que la gente de algún pueblecito de Inglaterra llamaría despectivamente «Demasiado listas para su propio bien».

Probablemente lo más satisfactorio de al obra de Gaiman —lo que siempre me hace repetir— es que ha encontrado una manera de dar un rodeo al final sorpresa estándar sin sacrificar esa sensación de maravilla y asombro que hace la fantasía tan satisfactoria y esencial. Mete esas cosas en el corazón de sus historias, en vez de en los finales, nada más; aquí no tenemos la sensación de leer elaborados chistes de horror, con salpicaduras de sangre y vísceras como remate final. Sale un monstruo enorme en una de estas historias —tiene algo que ver con un misterioso viaje por mar— pero aparece más bien hacia la mitad, en vez de al final (y en otra de las historias, un miembro del grupo en el Fin de los Mundos se refiere a él como «una polla gigante», cosa que demuestra a la perfección la confianza que tiene Gaiman en sus propias habilidades). De hecho, estas historias funcionan tan bien como cualquiera de las que he leído, en cualquier medio, a lo largo de los últimos años de mi vida. Mejor que la mayoría.


Cómic The Sandman #53

La serpiente del océano. Página interior de The Sandman #53 (septiembre, 1993).


Y creo que sé el motivo. En la mayor parte de cuentos literarios, sean de género o no, encontramos a veces una sensación de autoconsciencia, la impresión de que la obra está llena de significado... pero difícilmente encontramos nunca sentido del humor. En la ficción gráfica —en los cómics, dicho con otras palabras— normalmente encontramos mucho humor... pero ninguna sensación de autoconsciencia, ninguna impresión de que la obra debe ser tomada seriamente por sí misma... que tiene mérito artístico. Las historias presentadas en El fin de los mundos funcionan a través de ambas fuentes de energía a la vez, y el resultado es una obra con la claridad de un cuento de hadas y el tono subversivo de la mejor literatura moderna. Este material es algo necesario, y Gaiman sabe perfectamente lo que tiene entre manos. Fijaos en los nombres de lugares y personajes, si no me creéis; hay tantas referencias —autorreferencias y referencias externas— y citas en esas historias que son prácticamente joyceanas.

O proustianas.

O quizás ovarianas.

O alguna de esas malditas cosas de las que están hablando continuamente en Literatura Comparativa. Lo único que sé seguro es que cuando el narrador de la historia marina se va de casa, el primer barco al que sube es El Espíritu de Whitby. Es una referencia al Drácula de Bram Stoker, claro, y hay cientos de referencias similares repartidas por todo El fin de los mundos, piedras literarias semipreciosas, deliberadamente ocultas a medias, como los premios en ese juego de pistas, Gaiman no lo hace con pretensiones, gracias a Dios; eso sería aburrido (y bastante malvado). Es pura diversión, como los chistes en los márgenes de página de la revista Mad.

Otra cosa, y es una cosa importante: hay una enorme sensación de gentileza en estas historias, la sensación de que la gente es, en su mayor parte, buena y digna de algún tipo de salvación. Digna, si lo preferís, del refugio contra la tormenta que hallan en la posada del Fin de los Mundos.

Los personajes de Gaiman siempre son más que cucarachas que corretean dentro de una lata, para ser masacradas o liberadas según los caprichos del autor. Él toma a cada uno según sus propios términos, así que sentimos su orgullo, su terror, su astucia y su tristeza; ved la historia moral de Presi Rickard, si no me creéis, o el monólogo corrosivo de Charlene Mooney en la última historia. Se llega al final con la sensación de haber disfrutado de una comida, y no tan solo de un surtido de aperitivos altos en colesterol.

No tenía la intención de alargarme tanto ni de enrollarme de esta manera, pero me remito a lo que dije al principio: soy un fan de las historias. Es lo que me pone en marcha, lo que me hace levantar, lo que me hace soportar las noches.

Estas son unas grandes historias, y tenemos mucha suerte de disponer de ellas. Para leer Ahora, y quizá para releer Luego, más tarde, cuando necesitemos lo que solo una buena historia tiene el poder de hacer: llevarnos hasta mundos que nunca han existido, en compañía de gente que desearíamos poder ser... o que, gracias a Dios, no somos.

Con eso basta por mi parte, creo. Ahora pasad la página, como unos buenos chicos y chicas...

... y felices sueños.

Stephen King

Texto original traducido por Ernest Riera. Publicado en España en Sandman. El fin de los mundos. Libro uno de Ediciones Zinco.

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